Me llama la ayudante del dentista que me restauró la boca para que vaya a hacerme una revisión. Esperaba esa llamada como antiguamente esperaban los mozos la incorporación a filas: muerto de miedo.

Mi relación con los dientes es tan tortuosa como premonitoria. Me explico. A los dieciocho ya llevaba postizos los cuatro de delante y los grandes acontecimientos de mi vida han estado marcados por la caída de las fundas. El primer día de universidad no pude ir porque la noche anterior se me quedó clavada una en un bocadillo de tortilla. Se me han caído fundas haciendo el amor y el día que tenía que estrenar 'Sálvame Golfo' –la madre de todos los ‘Sálvame’- se me quedó clavado un diente en el pan de centeno del desayuno. Era un 19 de marzo, San José, y todas las consultas estaban cerradas: Sandra, la nuera de Carmen Rigalt, me atendió ese día y yo se lo agradeceré eternamente. “¿Me aguantará toda la noche?”, le pregunté ansioso. “Reza conmigo: Padrenuestro, que estás en los cielos…” fue su respuesta. Ahora llevo toda la boca postiza, así que durante el proceso tuve la oportunidad de verme totalmente desdentado. No me provocó especial dolor. Lo peor era que tenía que llevar encima siempre Corega por si se me caían los provisionales. El jueves me inquieté cuando el dentista me dijo que no iba a ponerme anestesia para hacerme una limpieza. “Si te la pongo deberás venir cuatro días porque tendré que hacértela por partes. De todas maneras no debes preocuparte: ya no tienes sensibilidad”. ¿Tendría que haberme venido abajo? No. Alguna ventaja debe tener ser un perfecto mellado.