El jueves a mediodía comenzó a emitirse la broma que los de Flaix Bac le hicieron a Rajoy. La escuché una vez. Luego una segunda. Quizás una tercera. A partir de entonces –la broma la repetían sin descanso en todos los programas de televisión- tuve que dejar de oírla. Lo pasaba mal por Rajoy. Me daba apuro. Sentía vergüenza ajena. Tan entregado al principio, tan sonriente, tan dispuesto a todo, feliz como un niño con juguete nuevo y de repente el jarro de agua fría: “Esto es una broma”. Y  entonces, estas palabras pronunciadas, imagino, con un rictus de grandísima decepción: “Esto no es serio”.  Me dio pena y a partir de entonces no ha dejado de dármela. Es como ese señor mayor al que no llevas tragando durante muchísimo tiempo y por una determinada situación te das cuenta de que está más solo que la una, que nadie le quiere, que lo llaman a las fiestas –en este caso a las reuniones de su partido- para que no se quede en casa jugando al solitario. No dejas de pensar que algo habrá hecho para estar así, claro, pero eso es otro cantar. Rajoy da pena cuando sonríe, cuando recibe los envenenados aplausos de sus compañeros, cuando nos advierte de la llegada de los antisistema, secesionistas y devoradores de niños en general. Dan ganas de que PSOE y Podemos lleguen a un acuerdo sólo para que aquellos que no dejan de advertirnos sobre el mal que se avecina pasen unas cuantas noches meándose en la cama. Y no me refiero sólo a Rajoy sino también, y sobre todo, a tertulianos afines. A todo esto: ¿podría dejar Pablo Iglesias  de ser el perejil de todas las salsas? Me persigue su presencia, la eterna sonrisa de Errejón y la carita de buena y compasiva persona que gasta Carolina Bescansa. Por no de decir de perdonavidas. Echo de menos la mala leche de Monedero.