Quedamos para almorzar el domingo con R. y A. en el hotel donde se casó Carlota, en plena Gran Vía. Siempre me gusta pasear por esa zona y hoy más que por fin ha salido el sol. “A mí estos días me rejuvenecen”, exclamo en pleno éxtasis de felicidad, y todos empiezan a cachondearse porque consideran que he soltado una cursilada más grande que la catedral de Burgos. Me da igual. Cada año se me hacen más cuesta arriba los inviernos, me ponen triste. Durante el almuerzo les cuento que me encantaría tener una casa en Murcia al borde de la playa y P. dice al instante que no, que pasa de esclavitudes, que mejor ir de hoteles y no tener que estar siempre pendiente de otra propiedad. Tiene razón aunque conforme voy cumpliendo años cada vez que salgo de mi casa también me gusta sentir la leña de mi hogar, que cantaría Mocedades.

 

Acabamos tomando una copa en el mítico Chicote, que vuelve  a estar en plena forma de la mano de Rubén. Qué gusto encontrar un sitio bien animado un día tan asqueroso como los domingos. Superarlos se hace menos complicado si estás en un lugar que todavía te recuerde a los sábados. Cuando salimos son las seis y media y a mí me dan ganas de seguir un poquito más pero me encuentro con la negativa frontal del resto del grupo. “Ya verás como luego me agradecerás haber vuelto a casa”, asegura P. Al llegar me engancho a ver ‘Gandhi’ y él saca a los perros. Luego ya cenamos con ‘GH VIP’ y vemos la televisión agarrados de la manita, como un resignado matrimonio de viejecitos. Y tampoco se está tan mal, oye, pero prefiero no decírselo que luego se pone muy pesado.