Cosas que me gustan de P.: que nos tengamos que levantar a las seis de la mañana por culpa del niño –que soy yo– y no refunfuñe. Una pareja que no te haga la vida agradable debe ser enviada a tomar por saco.



 

El trayecto del hotel a los baños árabes lo hacemos en taxi y a través de la ventanilla veo a chicas arrastrándose encima de sus tacones, jóvenes saliendo de las discotecas haciendo eses y otros tantos haciendo colas en las chocolaterías o puestos callejeros de bocadillos. Fabulo con la idea de salir de marcha y acabar en un puesto de esos pero destierro la idea. Imagino a gente pidiéndome fotos y me entra el bajón.

 

Aún así, P. y yo nos marcamos una tarea para esta temporada: venir a Sevilla un fin de semana con un grupo de amigos y pegarnos una juerga. Pocas ciudades te dan un chute de vida tan esplendoroso como esta: pasear, ver, oler, sentir. Jamás defrauda. Siempre que la visito tengo la misma sensación: consigue inocularme la necesidad de volver.

 

El rodaje se desarrolla mejor de lo previsto y llegamos a la estación del AVE en Sevilla a las nueve de la mañana. Nuestro tren no sale hasta las diez cuarenta y cinco. Desayunamos en un bar de la estación un mollete con tomate y aceite que nos sabe a gloria. La trabajadora del bar me pide una foto. Me niego aduciendo que es una hora muy tempranera. “Hijo mío, es que no vas a ir siempre como un pincelito”, me dice ella. La gracia de Sevilla es indiscutible. Volveremos.