No es tan fiero el león como lo pintan. Cuando Pelayo salía con David Delfín tenía pinta de muchacho caprichoso, indómito y con poder en el universo de la moda. Era muy jovencito y muy mono, se codeaba con lo más moderno de la sociedad madrileña y parecía tener el mundo a sus pies. Es decir, que tenía todos los números para ser un muchachito imposible. Una amiga tuvo que soportar que le montara un número en una fiesta –Pelayo no aceptaba bien la crítica–, pero me consta, porque así me lo ha dicho él, que está muy arrepentido de aquella escena.

Trabajé con Pelayo en ‘Cámbiame Premium’ –sí, el programa en el que comenzó mi declive televisivo– y, en realidad, no tenía nada que ver con la imagen que proyectaba. Pelayo es un encantador de serpientes de manual, sí, pero además es que su simpatía y su ternura parecen de verdad, lo cual le hace mucho más peligroso. Siempre le ha acompañado la fama de trepa, pero el viernes en el ‘Deluxe’ me gustó cómo dio carpetazo a ese asunto: “¿Qué pasa? ¿Que aquellos hombres a los que les va bien no merecen ser amados?”. En realidad, no recuerdo si dijo que los hombres ricos también merecían ser amados. ‘Se non è vero è ben trobato’.

Pelayo es hoy un ídolo de adolescentes que ven en él al amigo que todas querrían tener para que las pasearan por esos mundos de amor y lujo por los que parece que transita desde que se levanta hasta que se acuesta. Lleva tres relaciones sentimentales a sus espaldas con hombres relevantes, así que va camino de convertirse en la Isabel Presyler del mundo gay. Le animo a que siga cambiando de novios. En un espíritu libre y aventurero como el suyo la estabilidad es un coñazo, para él mismo y para todos los que llevamos una vida de sofá, mantita y peliculita al atardecer.