P. suele atacarme cuando estoy más tranquilo. Por ejemplo, si estoy tumbado en el sofá viendo la tele se me queda mirando fijamente y me dice: “¿Me das un abracito?”.

Ante mi negativa, contraataca: “Si me das un besito te dejo en paz”. Gruño. Si estoy tomando el sol intenta tumbarse encima de mí. Si me meto en la piscina escucho cómo me pide que le cuente hasta tres para tirarse él también. La respuesta a todo este trajín se le escapa de manera involuntaria un día que le pillo relajado: “Es que si no te molesto me aburro”. Ahora quiere que le regale una liposucción para su cumpleaños porque quiere liberarse de una incipiente tripita que le provoca un mínimo quebradero de cabeza. Y yo que nones. “¿Pero por qué?, si tú te has hecho tres”, ataca sin piedad. “Pues por eso mismo, hijo, por eso mismo”. El domingo, después de desayunar, se echa un rato en la cama. Entonces yo me cabreo porque me quedo solo. Voy a la habitación para pedirle que se levante e intenta con poca sutiliza que desaparezca: “¿No tienes que leer? ¿Has escrito ya lo de ‘Lecturas’?”. Qué curiosa la convivencia. Se sustenta más en la tensión que en la estabilidad. Me piro airado mientras maquino cuál será mi próximo ataque.