Serían las siete de la tarde. El sol comenzaba ya a desaparecer pero antes de largarse a dormir nos regaló una luz espectacular. Ahí entendimos más que nunca por qué Ana Obregón escogía esa hora para llevar a cabo sus impagables posados en Mallorca. Yo no quise ser menos y cuando estaba en el agua le dije a P.: “Vete a por el móvil, corre, que me voy a hacer una foto”. P., que tiene más paciencia que un santo, fue a por él y una vez dentro comencé a posar con tanta pasión que parecía que estuviéramos haciendo una producción para Vanity Fair. Yo ponía morritos, miraba lontananza con ojos melancólicos, ensayaba gestos de castigador. “Y ahora, P., me voy a meter debajo del agua, cuentas hasta tres y me haces una foto al salir, ¿vale?”. Él asiente sin rechistar –ya digo que, al  menos conmigo, es un santo­– y el resultado se puede ver en estas páginas. No me gustan las fotografías pero estoy contento de haberme hecho esa para recordar lo feliz que he sido estos días.