No soy sospechoso de derretirme sin contemplaciones ante los encantos de Miguel Bosé. He sido más de darle palos que de bailarle el agua pero mis ánimos hacia él están cambiando. Quizás desde que concediera esta semana una entrevista y sólo nos dedicáramos a hacer bromas sobre lo raro que sonaba su voz. Bosé tiene una fama de antipático que se ha labrado a pulso pero cada vez entiendo más que se haya forjado esta armadura emocional para librarse de las estupideces que podamos decir de él. En un mundo el que impera el “aquí y ahora” poco importa que la irrupción de Bosé en la gris escena española supusiera un auténtico acontecimiento, una revolución que removió los cimientos de una sociedad propensa al beaterio y al “meapilismo”. Miguel no sólo ha hecho historia en la música de nuestro país. Su modernísima presencia contribuyó también a remover conciencias y a renovar costumbres. Cierto es que se pasa de hermético pero entiendo que viva en Panamá y sólo pise España para trabajar. Total, cada vez que viene sólo nos fijamos en si está más gordo o si lleva los ojos más maquillados de lo habitual.