Viaje relámpago a Las Palmas de Gran Canaria. Mi relación con las islas es estrecha. La primera vez que subí a un avión fui a Tenerife, con mis padres.

Años más tarde, cuando ya vivía en Madrid, me planté en una oficina de El Corte Inglés y como era enero y quería playa me recomendaron que fuese a la Playa del Inglés, al sur de Las Palmas. Me pilló un tiempo rarísimo y a punto estuve de coger una depresión de caballo, pero una llamada me salvó la vida. Un compañero de trabajo de Badalona con el que hacía tiempo que no hablaba me llamó y cuando le conté dónde estaba me dijo: “Claro, qué listo”. No sabía de qué me hablaba. “Por la noche tienes que ir al Jumbo”. Y fui, claro. Me encontré con un centro comercial de tres plantas en el que durante el día se vendían perfumes, mantelerías y aparatos electrónicos y por la noche florecían como setas multitud de bares gays. Hablo de hace casi veinte años. Riadas de gays europeos se dejaban caer por Maspalomas y aquello era el despelote. Me sorprendió la tolerancia de la sociedad canaria, mucho más abierta que la peninsular. El turismo, supongo, que despierta los sentidos. En ese viaje ligué mucho. Me acuerdo de un belga que desapareció de mi habitación muy pronto porque si no se le pasaba la hora del desayuno en su hotel. Yo también he huido de habitaciones ajenas por ese motivo. Con las cosas de comer no se juega.