Hablemos de hombres. Dos de los que más me gustan comparten nombre: Ricky Martin y Martín Rivas, aunque éste se llame ahora Martiño.

Hace cerca de quince años, cuando colaboraba en ‘Super Pop’, me tocó hacerle a Ricky varias entrevistas. Charlar con él era un auténtico suplicio, un soberano coñazo, un aburrimiento supino. El muchacho  no había salido del armario y cuando le preguntabas por el amor se limitaba a hablar maravillas de su familia. Sufría él y sufríamos los demás, viéndolo tan enclaustrado en su mundo amurallado. Desde que confesó su homosexualidad es otro: vivaz, dicharachero, optimista. Y el tío rezuma sexo a espuertas. Martiño me tiene descolocado: tiene rostro angelical pero bíceps de estibador. O sea, una mezcla explosiva. Si lo imagino en materia lo relaciono con un atardecer ibicenco con final feliz en un after mientras que Ricky me remite a sudadas noches de blanco satén y champán. Toda esta ida de olla se debe a que he visto a Martiño en un programa de corazón de La 1 y me he puesto a fabular. En el mismo programa sale Paz Vega y me ha producido una pereza olímpica. En su día fue lúdica y espontánea; hoy no es más que un rostro que exhibe una sonrisa disecada y unos ojos a media asta que pretenden transmitir misterio. A la muchacha dan ganas de ingresarla en un tablao de su Sevilla natal a ver si recupera un poco de desparpajo.