Me hubiera quedado en la cama hasta las dos del mediodía como mínimo pero a eso de las once y cuarto he salido disparado al salón para encender la televisión y enchufarme el concierto de Año Nuevo. Ahora mismo lo tengo de fondo mientras desayuno en la cocina. Durante estas fechas no puedes evitar acordarte de cómo las pasabas siendo niño. Y esta mañana me acuerdo de mi padre, trasteando con el equipo de música para escuchar el concierto a través de los altavoces. Y de mi madre, que me obligaba a levantarme de la cama para ir a la ducha porque luego nos íbamos a comer a casa de mi abuela. Recuerdo la sopa de galets bien grandes, los canelones, los turrones Suchard de chocolate, que eran los únicos que me gustaban. Comía y comía sin temor a la báscula, no sabía que existía ese artefacto tan odioso, sólo paraba cuando mi madre me lo ordenaba “porque si no te vas a poner malo”. Estas fiestas sólo he comido turrón un día. Uno. De Badalona, de 'Can Comas', que es una pastelería que todo amante del dulce debería visitar al menos una vez en su vida. Me lo trajo mi madre y era de yema quemada. Qué bueno. Qué peligro. Creo que podría estar alimentándome toda la vida sólo de ese turrón. Cuando eres pequeño, el Año Nuevo significa un punto de inflexión en las vacaciones navideñas. Queda la traca final, la visita de los Reyes Magos, que es una fiesta preciosa. Del 1 al 5 la vida se detiene, ya sólo existe el 6 de enero. Cuando cumples años cuesta recordar cómo te ponías de nervioso, de ansioso, de insoportable incluso. Los síntomas de la visita de los Reyes Magos son similares a los del enamoramiento. Quien lo probó lo sabe. En la tele sigue sonando el concierto de Año Nuevo. Mi padre se quedó con las ganas de ir a Viena. Hoy me he sorprendido diciéndole a P. que me gustaría ir un año y él se ha quedado como flipado. Sí. Un año tenemos que ir. La música sirve, entre otras cosas, para reavivar el recuerdo de los que se fueron.