Aquí, en nuestro país digo, si hablabas bien de Letizia corrías el riesgo de que te llamaran “palmero” o “cortesano”. Pero la realidad es que, después de mucho reflexionar, me he dado cuenta de que aquellos que hablan mal de ella son unos catetos. Valoran su trabajo sin haberla visto desempeñarlo y sus críticas no encubren más que un deseo de mostrar a la nación cuánto saben de monarquía y demás pamplinas. Por lo general, los que la critican disponen de una prima casadera que, según ellos, tendría que haber ocupado el corazón del Rey o son más antiguos que la tos. También los hay que detestan que una mujer tenga su propio criterio y ejerza su labor con decisión. No hay nada que provoque más rechazo que una mujer segura. A los tíos les molesta porque les mola sentirse protectores y a las tías porque muchas veces son las peores enemigas de ellas mismas. Después del pifostio que le montaron cuando se atrevió –¡oh, cielos!– a interrumpir al entonces Príncipe el día de la pedida de mano, Letizia ha sabido callar y esperar. Ahora es una Reina solvente y moderna. Me encanta que tenga su propia vida y que se tome sus copas por Malasaña. Que conserve sus amistades. Que se atreva a salir a la calle sin su marido. Me río de los que se escandalizan de sus escapadas porque consideran que una Reina lo es las veinticuatro horas del día. Una chorrada. Pensar así es colocarla en un compartimento divino. Ya lo hicimos con Juan Carlos I y no parece que el experimento nos haya salido muy bien. Tanto pensar que era como Dios y al descubrir que se entretenía con alguien tan mundano como Corinna se nos ha caído el alma a los pies. Las reinas tienen horario, claro que lo tienen, y necesidad de huir y escapar como cualquier hijo de vecino. Los que la critican están que bufan porque se están quedando sin argumentos. Y eso es peligroso. Prepárese, Letizia, porque sus enemigos no se van a resignar y van a  morir matando. Pero vamos, que Usted ni caso. Nadie hablará de ellos cuando hayan muerto.