Admiro cada día más a Leticia Sabater. Tras varios intentos fallidos de convertirse en una artista mínimamente decente ha optado por aceptar que ha venido al mundo para hacer del ridículo un arte preciosista. No es fácil ser Leticia. Tener el valor de lucir un rubio obsoleto aderezado con tintes azules y rosas. Colocarse un maillot rancio como la madre que lo parió y cascarse unos manguitos dorados cutres para mover las caderas al ritmo de una tema tan demencial como “La salchipapa” es digno de recibir una sincera genuflexión. La gente se ríe de ella –sí, de ella, no con ella- pero a Sabater parece importarle poco. Ha hecho de su ineptitud generalizada un arte. Quizás al llegar a su casa sea ella la que se ría de nosotros.