El domingo recibo en el móvil un mensaje de Mila. Que me acuerdo poco de ella, dice. Que no le echo cuentas. Que a ver si la saco de su encierro porque desde que se operó no sale de casa y está que se sube por las paredes. Así que la llamo y quedamos para cenar el miércoles en mi casa porque me dice que necesita ver jardín y perros. Y el miércoles, antes de venir, me envía un mensaje de voz para aleccionarme sobre cómo debo reaccionar cuando la vea: “En cuanto entre en tu casa tienes que decirme que estoy estupenda y que me han dejado fenomenal. Si adviertes algún defecto te lo callas porque la sinceridad está muy sobrevalorada. Así que cuidado con la cara que pones al verme”. Pero la verdad es que no tengo que fingir alegría cuando la veo. El mayor piropo que le puedo decir es que parece que no se haya operado. Aparte de que no tiene ni un hematoma le han dejado una cara muy natural. Como si viniera de pegarse unas vacaciones de ensueño.

Me hace gracia porque cuando se ríe lo hace con precaución, como si una carcajada fuera a desmontarle el resultado del quirófano. Cena poco y fuma mucho con P., o al menos a mí siempre me parece que tanto la una como el otro fuman demasiado. De vez en cuando salen al jardín a darle al pitillo y me gusta verlos juntos, intercambiando confidencias. P adora a Mila y Mila tres cuartos de lo mismo a P. Son parte de mi familia. Personas que la vida te regala para seguir luchando.