Nos espera un mes de diciembre complicado. A partir del ocho de diciembre, comenzamos los ensayos de ‘Grandes éxitos’, mi segunda función. Algunos días, hasta que estrenemos el quince de enero, me tocará hacer doblete: ensayar por la mañana y presentar por la tarde.

Así que en agosto decidimos reservarnos unos días a principios de diciembre para largarnos a la playa y recargar fuerzas. Trampeando por aquí y por allá, hemos conseguido reunir cinco días. Estamos en el segundo, son las diez de la mañana y llueve como si se fuera a acabar el mundo. Los que suelen leerme habitualmente ya saben a qué me refiero: el agua me persigue. No descarto ofrecerme a los alcaldes de los pueblos españoles para que me saquen en procesión y convocar a la lluvia. Y eso que la mañana presagiaba un día maravilloso. Me he levantado a las siete, he ido a hacer un poco de deporte, me he bañado en la playa porque hacía un sol de justicia, y aquí me tenéis: escribiendo. Mirando a P. con ojitos, diciéndole que es muy bonito ver llover los dos sentaditos en unas butacas de la habitación frente a un mar que no podemos disfrutar. Para qué andarnos con rodeos. No estamos mirándonos con ojitos. Sería bonito escribir que es precioso compartir con tu pareja una mañana de diluvio. Pero para ser sinceros los dos tenemos una cara de póquer que no nos cabe en el cuerpo. Se avecina tormenta, sí, pero en nuestra habitación. Sin embargo, a la media hora desaparece el agua y se hace presente un sol que nos acompañará hasta el final de nuestras vacaciones.

Los días han transcurrido con agradable normalidad. Hemos dado alegría a nuestros cuerpos –que falta nos hacía– y también nos ha dado tiempo para discutir sobre alguna tontería. Aunque P. diga lo contrario, yo soy poco de discutir porque pienso que casi siempre tengo la razón. Y luego es que a P. le gusta discutir sobre cosas que a mí me parece que no le incumben. Pero no quiero incidir ahí porque él suele leerme y se puede armar la mundial. En una de las ‘chorra-discusiones’ que tenemos estos días intenta desquiciarme asegurando que Juan Carlos Rubio, el director de mi función, me tiene muy calado porque, en un momento de la obra, uno de los personajes me dice: “Para ti la perra chica”.

Como ya he explicado aquí algunas veces, creo que la felicidad de una pareja radica en no escucharse. Así que, mientras él suelta su perorata, yo hago como que lo escucho y mentalmente estoy repasando la letra de una de las canciones de la función. Es un ejercicio maravilloso porque implica concentración máxima mientras hay elementos externos que te pueden distraer. Lo mejor de las vacaciones: que al aterrizar en Madrid le he dicho a P. que me volvería a ir con él de viaje. A ver cuántas parejas pueden decir lo mismo después de llevar diez años soportándose.