Después de una intensa semana de celebraciones del quinto aniversario de Sálvame comienzo mis vacaciones. Son las nueve menos cuarto de la tarde del sábado. Tengo a mi madre a mi derecha resolviendo crucigramas del Quiz.


La recuerdo haciéndolos desde que tengo uso de razón. Ahora me acaba de preguntar por la capital de Estonia. “Riga”, le digo. Pero no es esa. Intenta volver a la carga pero la mando callar porque tengo que escribir. “Antes de escribir ponme en el ordenador a ver cómo salí en el Sálvame”. “No puedo ahora”, replico. “Qué pesado eres”, sentencia ella. La llevé al programa el jueves para que pudiera vivir en sus carnes el maravilloso mogollón que idearon mis compañeros para conmemorar nuestro aniversario. Al llegar a la tele la dejo en manos de mi Cristina y voy a reunirme. Al bajar a maquillarme veo que la están retocando y yo me descompongo. “Oye María -así la llamo normalmente, ni mamá ni leches- no pensarás darme una sorpresa, que te conozco”. “No, no, si han sido ellas que han querido retocarme un poco”. Finalizan con ella, y Raquel y Estela comienzan a reconstruirme. Y entonces, mientras estoy intentando hacer esfuerzos por no llorar cuando pienso en las sorpresas que vamos a darles a los colaboradores, mi madre pronuncia una de sus frases para la historia: “Oye Jorge. Espero que con lo guapa que me han puesto al menos me den un plano”. ¿Es o no es para comérsela? “Jorge, artrópodo marino fósil del paleozoico”. “María, hija, déjame que estoy escribiendo”.