La primera imagen que guardo de Carmen Martínez-Bordiú es la de una mujer desconsolada en el entierro de su hijo Fran. Han pasado ya más de treinta años, así que su presencia lleva acompañándonos toda la vida. Estoy más al tanto de su biografía que de la de algunos de mis familiares. Escandalizó a más de media España al dejar plantado a un marido triste y trasladarse a París al lado de un anticuario que le doblaba la edad. Por aquella época Jean Marie Rossi tenía cuarenta pero aparentaba sesenta. Lo mismo que Carmen, que a los veintitrés parecía una señorona de cuarenta.

Conforme iban pasando los años la Martínez-Bordiú rejuveneció de cuerpo y de mente, hasta llegar a convertirse en la niña que es ahora. Es nuestra Benjamin Button patria. Porque Carmen ha decidido emprender un curioso camino para enfrentarse a la realidad: el de volver a la cándida niñez, esa época en la que no existen problemas sino ligeros contratiempos. Muchos la tachan de fría pero la cuestión va mucho más allá. Tras vivir la primera parte de su vida atrapada en espacios claustrofóbicos –el franquismo, la casa paterna, un primer matrimonio sombrío– ha optado por refugiarse en su propio mundo, un mundo en el que no está permitido juzgar ni ser juzgado. Un espacio ideal en el que la salvación viene a través del contacto con la naturaleza, el amor al prójimo y la tranquilidad que proporciona saber que no tienes que trabajar porque tienes la vida resuelta desde que naciste. No es que sea fría, es que su reino no es de este mundo. Quizás la huida haya sido la única herramienta que ha encontrado para ser feliz.