El jueves pasado, casi al final de ‘Ochéntame otra vez’ –uno de mis programas favoritos– aparecía la cantante Ruby hablando de Madrid y rompía a llorar. Ella, argentina, no pudo evitar emocionarse al recordar cómo la acogió la capital allá por los años ochenta.

Supongo que algunos considerarán ridículas sus lágrimas pero yo la comprendí perfectamente. Yo también he llorado por Madrid: de alegría, de pena, de nostalgia, de emoción. Aterricé en Madrid desde Badalona cuando tenía veinticinco años y desde el primer momento me sentí como en casa. Jamás me canso de recorrer la Gran Vía, de sorprenderme con los nombres de las calles de La Latina, de pasear por el Madrid de los Austrias. Se recordaba en ‘Ochéntame otra vez’ la pasada semana cómo fueron precisamente esos años en la capital y sufrí punzadas de melancolía. Aparecía gente con unas ganas de vivir desbordantes, dispuesta a disfrutar comiéndose el mundo sin temor al mañana aunque el mañana llegó y arrasó con casi toda una generación. Yo no recuerdo unos ochenta divertidos. Al contrario: para mí fueron crisis económica y  muchísimos conocidos desaparecidos por culpa de la heroína. Cuando yo llegué a Madrid reinaba la beautiful y los yuppies y muchos de ellos participaban y/o organizaban fiestas para ayudar a los supervivientes de la generación anterior. Ahora es Ana Botella la que gobierna Madrid. No nos la merecemos. Si Madrid se ha caracterizado por ser siempre una ciudad dispuesta a dar cabida a lo diferente, ella personifica justamente lo contrario. Si por ella fuera, la ciudadanía entera debería salir a la calle con uniforme.