Cuarenta y cuatro no es un número especialmente bonito. Está en medio de cuarenta y tres –que sí que me gusta porque los dos números suman siete, mi preferido– y cuarenta y cinco, un número que me atrae porque suena a fronterizo. No guardo buen recuerdo de los cumpleaños. Cuando era pequeño jamás lo celebré con mis compañeros de colegio porque como caía en pleno verano me arriesgaba a que no apareciera ninguno. Desde entonces ese se ha convertido en uno de mis miedos: hacer fiestas y que no venga nadie. Antes dudaba de mi capacidad de convocatoria; ahora, me la suda. Confío en mi entorno. Y como confío en él no me falló a la hora de celebrar mi 44 cumpleaños: ni fiesta sorpresa ni tarta con las velitas correspondientes para soplarlas con cara de pez globo y con los ojos cerrados pidiendo un deseo que jamás se cumple. Pasamos el día en la playa y  por la noche nos fuimos a cenar a un restaurante tan al borde del mar que los pies descansaban sobre la arena. Nos atienden dos camareros guapísimos a los que hacemos ojitos cada vez que se acercan a nuestra mesa. Mila sostiene que, llegadas a cierta edad, las mujeres se hacen invisibles. No estoy de acuerdo y así lo manifiesto: creo que cuando uno o una se tira a la calle debe hacerlo con la idea de elegir, no de que le escojan. “Pues tú no vuelves a salir a la calle”, sentencia P. Pedimos un taxi para volver al hotel y aparece conduciéndolo un maromo de muy buen ver. “¿Dónde vamos?”, pregunta educado. “Donde usted quiera”, responde P. Salpicamos el viaje con risitas tontas e insinuaciones verdusconas. Cuando el taxista nos deja en el hotel lo hace con una sonrisa de satisfacción, casi de alivio. Acaba de dejar a buen recaudo a los viejos verdes de la isla.