Llega el momento de sacar a relucir mi pronunciada vena paleta y dedicarle un panegírico a Isabel Presyler. Ella produce en mí una absurda fascinación que nace de la nada. No es guapa, no sé si es interesante porque jamás he hablado con ella pero llevo conviviendo con su impávida imagen desde que tengo uso de razón.

 

La Preysler ha hecho del silencio su mejor arma: al manifestarse en tan pocas ocasiones provoca que todo Dios especule acerca de cómo será, qué le gustará, con qué se divertirá o qué programa de televisión no se pierde jamás. Tengo una amiga poco sospechosa de bailarle el agua a nadie que de tanto en tanto almuerza con ella y me la pone bien. La describe como una mujer que, sepultada por decisión propia su época de reinado en las revistas, prefiere disfrutar de las bondades del hogar.

 

A mí la Preysler me gusta porque la veo muy fina, muy mona, y me hace gracia que cada vez que tiene que ir a algún sitio no se salga de su papel de estatua. La veo siempre tan peripuesta y contenida que al llegar a casa la imagino soltándose el pelo y descojonándose de ella misma, preguntándose continuamente por qué alguien como ella tiene enganchada a media humanidad.