Quedamos el lunes a cenar con Lomana, quien siente especial predilección por P. Cuando Carmen y yo éramos enemigos me enviaba mensajes diciéndome que a ver si aprendía de él, de lo bueno que era y todas esas mandangas.



 

A la cena también se apunta Muro. La esperamos ya sentados en la mesa y al rato aparece vestida como una princesita: aterriza chutada de la exposición de Givenchy en el Thyssen. La Rigalt cenó hace no mucho con ella y ya advirtió que había dejado de hablar como si tuviera una pelota de ping pong en la boca. Para cantar, eso es muy beneficioso porque te hace abrir paladar y bajar laringe pero para hablar, ¡ay, amiga!, eso ya es otro cantar.

 

La observo detenidamente durante la cena y, como siempre, Rigalt tiene razón. A la hora de hablar, Lomana ha descendido varios enteros en la escala Richter del pijerío. Durante la velada, hablamos de lo normal: de unos, de otros y de los de más allá. Casi siempre regular tirando a mal, mal o peor. Se emociona al recordar el día que le comunicaron el fallecimiento de su marido, pero evita regodearse en el dolor.

 

Aprovecho para invitarla al estreno de ‘Miguel de Molina al desnudo’ en Madrid y posa feliz con sus entradas. Nos confiesa que está enamorada como una quinceañera ­-hasta nos enseña fotos del móvil con su amor- y al despedirnos nos emplaza a una fiesta en su casa. Espero que la paz sea duradera. Le estoy empezando a coger cariño.