“José Fernando, qué ojos más bonitos tienes” le decía a su hijo, embobada, Rocío Jurado. Una madre que hizo con José Fernando lo que no había hecho con Rociíto, porque con la niña estaba al principio de su carrera, viajando y trabajando de noche, y la crió sobre todo su hermana Gloria. “Voy a comportarme como todas las madres”, repetía ufana a sus amigos, y el primer día en que los pequeños llegaron a casa, decidió bañarlos ella misma, pero dejó el cuarto de baño como una piscina y terminó empapada, lo peor para su garganta prodigiosa. Acto seguido le compró al niño un traje campero y se lo llevó al Rocío. José Fernando se agarraba a la mano de su padre y le peguntaba observando la aldea y sus carretas con una mezcla de estupor y miedo, “¡pero esto es como el oeste! ¿Y los indios?” Cuando los dos hermanos empezaron a ir al colegio, Rocío anulaba bolos y se sentaba por la noche con Josefer para ayudarle a hacer los deberes. Una tarea ingente para hijo y madre, que apenas había estudiado y cuando firmaba una dedicatoria tenía que consultarle en voz baja a su secretario, “agradecer ¿va con hache?” Y cuando su hijo le preguntaba cómo se escribía una frase, ella se salía por la tangente, “pues con el rotulador marrón, que el azul lo has usado ya en la otra página”. El niño se aburría y se peleaba con su hermana, y la madre le soltaba un cachete porque “a los hijos, si se portan mal, un bofetón a tiempo los endereza”. Pero él la miraba con tanta lástima que ella lo abrazaba llorando “que ojos más bonitos tienes, José Fernando”. La misma Rocío que respondía, ya enferma de muerte, a los que iban a visitarla y le susurraban compungidos “¿qué podemos hacer por ti?” “¡querer a mis hijos!”. Hoy seguro que ese pobre desnortado daría lo que fuera para sentir sobre la mejilla la mano de su madre añorada.